Continuamos nuestro estudio acerca del Espíritu Santo.
Los domingos rezamos en el Credo: "Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas". En esta afirmación, reconocemos que el Espíritu Santo es una Persona Divina, distinta al Padre y al Hijo; que procede de ellas dos y que es tan santa, tan poderosa, tan infinitamente buena que le debemos nuestra adoración y debemos darle gloria. Es esa Tercera Persona de la Santísima Trinidad que ha inspirado a hombres y mujeres de todos los tiempos para hablar en nombre de Dios.
Reconocer con el alma y el corazón esta verdad, nos remonta al día de nuestro bautismo. Ahí, el sacerdote que nos bautizó, utilizó varios signos que nos hablan de una feliz realidad. A través de la unción pre bautismal, fuimos ungidos en el pecho como signo real y verdadero de que el Espíritu Santo tomaba posesión de nuestra persona; liberados del pecado original, fuimos hechos templos vivos del Espíritu Santo. Estamos destinados, por vocación, para que en nuestro interior no habite otro Espíritu que el de Cristo. Por el derramamiento de agua en nuestra cabeza, descendió en plenitud el Espíritu Santo, empapando nuestra persona. Ese día, se abrió el cielo y sobre nosotros descendió el Espíritu Santo, para apartarnos para Cristo y el cielo, misteriosamente, se oyó "Este es mi hijo amado". El Espíritu Santo nos selló con el sello de Cristo. Desde entonces nos volvimos "cristianos", A nadie más pertenecemos que a Jesús, por eso, estamos sellados, marcados, en el cielo y en la tierra seremos ya, para siempre, de Cristo, gracias al Espíritu Santo.
Y luego, en la unción del santo crisma, el sacerdote derramó en nuestra cabeza, ese óleo santo, perfumado, para consagrarnos como el Espíritu Santo consagró a Jesús. Por esta misma unción el Espíritu Santo nos hace ser Profetas, Sacerdotes y Reyes.
Profetas, para hablar de parte de Dios anunciando la Buena Nueva y denunciando el pecado y las injusticias.
Sacerdotes, para ofrecer sacrificios de alabanza y de entrega de nuestra vida en favor de los demás con un sentido de consagrados.
Reyes, para reinar al estilo de Cristo en el servicio a los demás, el amor, las buenas obras y la misericordia.
Se puede decir que el sacramento del bautismo es el "sacramento del Espíritu Santo". A través de la fe en Cristo Resucitado que recibimos aquel día, representada en la vela que el sacerdote entrega a los padres y padrinos con el encargo de custodiarla. Pero no están solos, no es sólo una tarea exclusiva del esfuerzo que deben hacer para que la fe crezca, ilumine y oriente al bautizado. Eso sería muy difícil. Padres y padrinos cuentan con la ayuda de Aquel que es Señor y dador de vida. Es por eso que la tarea que tienen delante es una tarea destinada al éxito, pues está avalada por Dios mismo.
Sin embargo, nos damos cuenta que conservar la fe de nuestros hijos e hijas, de nuestros jóvenes y aún la nuestra, no es tan fácil, dado que hay una cantidad de obstáculos casi incontable. Es más, tal parece que la sociedad que nos rodea está hecha para que perdamos la fe.
Nos damos cuenta que en todo nuestro desarrollo como personas, en nuestro plan integral de crecimiento en vistas a una realización que nos lleve a ser mejores personas, muchas veces dejamos a un lado el aspecto espiritual; nuestra relación con Dios; nuestra pertenencia a Cristo; el fomentar nuestra relación con Dios; el sentirnos, en verdad, moradas del Espíritu Santo. Le echamos muchas ganas a nuestros estudios, preparándonos académicamente, obteniendo títulos, haciendo cursos, actualizándonos, yendo a congresos, leyendo, y todo eso está bien, o muy bien; mantenernos al día en nuestra profesión, informados y actualizados. Si se trata de nuestro cuerpo, cada día somos más conscientes de que no podemos ni debemos comer alimentos con grasas saturadas, azúcares, exceso de sal, carbohidratos o alcohol; no ignoramos el veneno que significa para nuestro organismo el tabaco. ¡Cuántas campañas para dejar de fumar! Estamos conscientes de que la obesidad, en nuestro país, se ha convertido en un problema de salud pública. Los gobiernos hacen esfuerzo por reglamentar dieta y ejercicio; y está muy bien. Pero: ¿y nuestra vida espiritual? ¿Nuestra relación con Dios? Tal parece que ahí no hay campañas para superar nuestro subdesarrollo. ¿Porqué dejamos tan al último nuestro compromiso como bautizados? Claro, hablo a nivel general, habrá personas que no, pero si abrimos las páginas de un periódico para enterarnos que lo que nuestro mundo vive, parece que nos estamos acercando a una terrible realidad: Un mundo sin Dios.
Ya lo advertía el papa emérito, Benedicto XVI, cuando advirtió que:
"Existe una fuerte corriente de pensamiento laicista que quiere apartar a Dios de la vida de las personas y la sociedad, planteando e intentando crear un paraíso sin Él".
"Pero la experiencia enseña que el mundo sin Dios se convierte en un infierno, donde prevalecen el egoísmo, las divisiones en las familias, el odio entre las personas y los pueblos, la falta de amor, la alegría y esperanza".
"En cambio, cuando las personas y los pueblos acogen la presencia de Dios, le adoran de verdad y escuchan su voz, se construye concretamente la civilización del amor, donde cada uno es respetado en su dignidad y crece la comunión, con los frutos que esto conlleva".
"Hay cristianos que se dejan seducir por el modo de pensar laicista, o son atraídos por corrientes religiosas que los alejan de la fe en Jesucristo".
"Otros, sin dejarse seducir por ellas, sencillamente han dejado que se enfriara su fe, con las inevitables consecuencias negativas en el plano moral".
¿Qué va a quedar en nuestro mundo si sacamos a Dios de nuestras vidas? Pues ya lo advierte el papa y muy claramente: si no hay Dios, queda nuestro egoísmo que todo lo quiere a medida; si no hay Dios que nos una y convoque para amar, entonces nuestras familias serán cada vez más disfuncionales y “alternativas”, llenas de rarezas y de conflictos; si no hay Dios del Amor, entonces nos comenzaremos a ver, unos con otros, con odios, resentimientos, deseos de venganza. ¿No está pasando eso en la sociedad mexicana? ¿Cómo puede alguien pensar que puede ser feliz envenenado a una sociedad a través de la droga, solo por tener dinero? ¿Cómo puede una persona creer que matando, corrompiendo, robando y aniquilando se puede vivir en paz y alegría? ¿Qué pensar de quienes, en nuestro pueblo, son capaces de matar por dinero? ¿Somos acaso un pueblo de asesinos sin escrúpulos? ¿Qué pensar de esas aterradoras escenas donde, por “negocios” se mata y exhiben cadáveres degollados con letreros intimidatorios? ¿Qué negocio hay que justifique la muerte violenta de los hermanos? ¿Qué ley rige a esas personas?, ¿qué los conduce? Ciertamente, han expulsado a Dios de su vida y de su historia. La vida sin Dios, es un infierno. ¿Y nosotros? ¿Y yo? ¿Qué lugar tiene Dios en mi propia vida? Este problema, claro está, no sólo es de nuestro país; la humanidad entera parece dirigirse hacia un abismo en el que no hay retorno.
Vivir como si Dios no existiera. Él, parece no tener lugar en nuestra sociedad plagada de abortos, que no dejan de ser asesinatos de los más indefensos e inocentes. ¿Quién cuida esa vida que Dios nos confió?; Dios parece que ya nada tiene que ver en la constitución de la familia y queremos darle ese título a la unión de dos personas del mismo sexo; como si a Dios le diera igual su Palabra que dice: «Hombre y mujer los creó y los bendijo y les dijo: crezcan, multiplíquense, llenen la tierra, sométanla» (Génesis 1, 26). ¿Con que argumentos podemos cambiar la voluntad de Dios? ¿Qué ya somos muy modernos y muy comprensivos? ¿Que para nosotros, que nos creemos más buenos que Dios, no hay esos tabús? Podemos tener muchos argumentos más. Y de verdad que no se trata de descalificar a ninguna persona, al contrario. Toda persona es un misterio y al ser hecha a imagen y semejanza de Dios merece nuestro respeto, nuestro aprecio, nuestro amor. Pero estar de acuerdo con tergiversar al plan de Dios, es hacernos cómplices de uniones que, podemos decirlo con toda verdad, Dios no quiere, pues una relación entre dos personas del mismo sexo trunca de raíz la verdadera esencia de toda unión conyugal; la perfección de la pareja en la complementariedad y la fecundidad que asegura la perpetración de la especie. Es como una especie de callejón sin salida ¿Tendrá Dios una palabra al respecto?
Sabemos que la humanidad ha avanzado a pasos agigantados en el campo de las comunicaciones y de la tecnología; hoy podemos saber lo que está sucediendo en cada parte del mundo. La comunicación por internet, satélite, teléfono, etc., es cada día más perfecta y sofisticada. Y sin embargo, casi podemos decir que nunca hubo tantas guerras como ahora las hay, y que una guerra es la total falta de entendimiento, en donde se quiere resolver una diferencia, con la muerte del enemigo. Avanzamos en la comunicación para no entendernos. ¡Qué paradoja! ¿Qué falta a nuestros diálogos? ¡Pues falta Dios! Cuando el último criterio de todos nuestros negocios es el beneficio propio, ya sea personal, familiar, comunitario, nacional, eso no puede acarrear sino incomprensiones y divisiones. ¿Quién es primero en nuestra escala de valores? Yo, mi pareja, mi familia, mi colonia, mi colegio, mi ciudad, mi país, mi equipo, mi religión,… los demás, ¡que se mueran! Tenemos que tener una ayuda para abrir ese cerco de nosotros mismos que nos puede llegar a asfixiar.
Tenemos que volver a los orígenes de nuestra vida cristiana, tenemos que saber que somos de Dios y que Él nos ha garantizado el don de su Espíritu que es gran regalo de Cristo para su Iglesia, como fruto de su pasión, muerte y resurrección. En otras palabras, podríamos decir que Cristo, que tuvo una experiencia limitada en la tierra a 33 años, quiso morir para asegurarnos la asistencia continua del Espíritu Santo. Cuando el día de la Ascensión les dijo a sus discípulos: «sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mateo 28, 20), Jesús pensaba en el don de su Espíritu. Es el gran acompañante del pueblo sacerdotal, es el que nos guía a la perfección del amor y a la plenitud de la Verdad.
Nuestro corazón sólo puede ser cambiado por Dios. Necesitamos, pues, la renovación de nuestro interior por el Espíritu de Dios que lo transforma.
La novedad del Evangelio no es Jesús dando una nueva ley, sino dándonos su Espíritu para que Él viva en nosotros. Nos da su Espíritu no sólo para que le conozcamos, sino para que podamos vivir su Vida, siguiendo una conducta no según la carne, sino según el Espíritu.
La obra de salvación no consiste nada más en ser perdonados de nuestros pecados, sino en la transformación de nuestro corazón pecador en un corazón como el de Jesús.
Para el que vive guiado por el Espíritu la única ley es la ley de la fe que da la Vida. El no evita las cosas malas porque están prohibidas por una ley, sino por son malas en sí mismas. No obra obligado o presionado por una ley exterior sino ante todo por un Principio de vida nueva que lo lleva a evitar el mal porque está mal y hacer el bien porque es bien.
La acción del Espíritu en las personas les hace cambiar todos sus apetitos, criterios y valores. Ya no siguen los deseos de la carne. La persona espiritual, habitada por el Espíritu, transformada por el Espíritu, desea, quiere y hace las obras del Espíritu.
«Por eso les digo: caminen según el Espíritu y así no realizarán los deseos de la carne. Pues los deseos de la carne se oponen al Espíritu, y los deseos del Espíritu se oponen a la carne. Los dos se contraponen, de suerte que ustedes no pueden obrar como quisieran. Pero dejarse guiar por el Espíritu, no significa someterse a la Ley. Es fácil reconocer lo que proviene de la carne: libertad sexual, impurezas y desvergüenzas; culto de los ídolos y magia; odios, ira y violencias; celos, furores, ambiciones, divisiones, sectarismo y envidias; borracheras, orgías y cosas semejantes. Les he dicho, y se lo repito: los que hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios.
En cambio, el fruto del Espíritu es caridad, alegría, paz, comprensión de los demás, generosidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí mismo. Estas son cosas que no condena ninguna Ley. Los que pertenecen a Cristo Jesús han crucificado la carne con sus impulsos y deseos.
Si ahora vivimos según el Espíritu, dejémonos guiar por el Espíritu» (Gálatas 5, 16-25).
Que Dios te llene de bendiciones.
Nuestro corazón sólo puede ser cambiado por Dios. Necesitamos, pues, la renovación de nuestro interior por el Espíritu de Dios que lo transforma.
La novedad del Evangelio no es Jesús dando una nueva ley, sino dándonos su Espíritu para que Él viva en nosotros. Nos da su Espíritu no sólo para que le conozcamos, sino para que podamos vivir su Vida, siguiendo una conducta no según la carne, sino según el Espíritu.
La obra de salvación no consiste nada más en ser perdonados de nuestros pecados, sino en la transformación de nuestro corazón pecador en un corazón como el de Jesús.
Para el que vive guiado por el Espíritu la única ley es la ley de la fe que da la Vida. El no evita las cosas malas porque están prohibidas por una ley, sino por son malas en sí mismas. No obra obligado o presionado por una ley exterior sino ante todo por un Principio de vida nueva que lo lleva a evitar el mal porque está mal y hacer el bien porque es bien.
La acción del Espíritu en las personas les hace cambiar todos sus apetitos, criterios y valores. Ya no siguen los deseos de la carne. La persona espiritual, habitada por el Espíritu, transformada por el Espíritu, desea, quiere y hace las obras del Espíritu.
«Por eso les digo: caminen según el Espíritu y así no realizarán los deseos de la carne. Pues los deseos de la carne se oponen al Espíritu, y los deseos del Espíritu se oponen a la carne. Los dos se contraponen, de suerte que ustedes no pueden obrar como quisieran. Pero dejarse guiar por el Espíritu, no significa someterse a la Ley. Es fácil reconocer lo que proviene de la carne: libertad sexual, impurezas y desvergüenzas; culto de los ídolos y magia; odios, ira y violencias; celos, furores, ambiciones, divisiones, sectarismo y envidias; borracheras, orgías y cosas semejantes. Les he dicho, y se lo repito: los que hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios.
En cambio, el fruto del Espíritu es caridad, alegría, paz, comprensión de los demás, generosidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí mismo. Estas son cosas que no condena ninguna Ley. Los que pertenecen a Cristo Jesús han crucificado la carne con sus impulsos y deseos.
Si ahora vivimos según el Espíritu, dejémonos guiar por el Espíritu» (Gálatas 5, 16-25).
Que Dios te llene de bendiciones.
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