lunes, 8 de agosto de 2016

Las pruebas de fe

En esta ocasión quisiera compartir con ustedes un tema muy actual, y que seguramente muchos hemos experimentado alguna vez en carne propia: Las pruebas de fe.

Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica;

"La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación." (CIC 164)

No necesitamos profundizar mucho para dar la razón a estas palabras del Catecismo. Lo vemos cada día en muchos hermanos que sufren, y nosotros mismos experimentamos a veces esta duda y esta tentación. Son muchos los que se dicen:

¿Cómo es posible todo eso tan bonito de la vida futura, cuando vemos en el mundo tanto mal, y nosotros mismos somos víctimas de tantas dificultades? ¿Cómo es posible que Dios exista, y Dios prometa, y Dios premie, cuando vemos y experimentamos todo lo contrario? ¿No será todo una ilusión? ¿Cómo me puede amar Dios, si la realidad de cada día más parece una persecución que una providencia?

San Vicente de Paúl sentía esta tentación contra la fe. Cuando le asaltaba la duda, se decía enérgico:
- ¡Creo! ¡Creo!...
Y acompañó sus palabras con un gesto expresivo. Escribió en un papel el Credo. Lo plegó, lo cosió dentro del bolsillo, y cuando le asaltaban las dudas, echaba la mano al bolsillo, apretaba el papelito misterioso, y, como decimos con nuestro lenguaje vulgar, el demonio de la duda tenía que huir con la cola entre las patas.

Mirando la Biblia, contemplamos en el Antiguo Testamento al padre de todos los creyentes, a Abraham, del que nos dice San Pablo que creyó contra toda esperanza:

«Por la fe Abrahán, llamado por Dios, obedeció la orden de salir para un país que recibiría en herencia, y partió sin saber adónde iba. La fe hizo que se quedara en la tierra prometida, que todavía no era suya. Allí vivió en tiendas de campaña, lo mismo que Isaac y Jacob, a los que beneficiaba la misma promesa. Pues esperaban la ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por la fe pudo tener un hijo a pesar de su avanzada edad y de que Sara era también estéril, pues tuvo confianza en el que se lo prometía. Por eso de este hombre únicamente, ya casi impotente, nacieron descendientes tan numerosos como las estrellas del cielo, e innumerables como los granos de arena de las orillas del mar.» (Hebreos 11, 8-12).

Si del Antiguo Testamento vamos al Nuevo Testamento contemplamos a María. ¡Quien lo iba a decir! María, la bendita Madre del Señor, fue también quien sufrió la prueba más terrible. Las sombras en la noche de la fe llegaron en María a una densidad aterradora.

¿El Hijo de sus entrañas, Jesús, del que dijo el Angel que sería el Hijo del Altísimo, está ahora muerto y sepultado en un sepulcro, abandonado por sus discípulos, con sólo cuatro amigos y amigas impotentes a su alrededor?... Y, sin embargo, es Él, el Hijo de Dios, y ella esperó verlo resucitado, aunque todas las apariencias estuviesen en contra de su palabra.

María creyó en el Calvario, igual que había creído que iba a ser madre permaneciendo virgen. Nunca vio nada, y mereció de Dios por Isabel el mayor elogio de la fe: «¡Dichosa tú que has creído!» (Lucas 1, 46).

Jesús otorgó a María la máxima alabanza y la puso sobre todos los creyentes, pues nadie como María escuchó la Palabra y respondió tan fielmente como Ella. María fue doblemente Madre de Jesús: porque lo concibió en su seno y lo amamantó, y porque guardó la Palabra como nadie.

Ante los dos ejemplos de Abraham y María, seguidos por tantos que han sufrido pruebas mucho más duras que las nuestras, acaba diciéndonos el Catecismo de la Iglesia Católica con palabras de la carta a los Hebreos:

«Por tanto, también nosotros, teniendo en torno nuestro, tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma nuestra fe.» (Hebreos 12. 1-2)

No debemos tener miedo a las pruebas de la fe, pues, es en estas pruebas en que nuestra fe se vuelve más fuerte.

«Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba. Endereza tu corazón, mantente firme, y no te angusties en tiempo de adversidad. Pégate a Él y no te separes, para que seas exaltado en tu final. Todo lo que te sobrevenga, acéptalo, y en las humillaciones, sé paciente. Porque en el fuego se purifica el oro, y los que agradan a Dios, en el horno de la humillación.» (Sirácides 2, 1-5).

Que Dios te llene de bendiciones.

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