¿Te enfrentas a una situación inesperada que no sabes cómo solucionar? ¿Estás pasando por problemas económicos? ¿Sufres angustia y miedo por haber tenido que dejar tu lugar de origen? ¿Has experimentado el inmenso dolor de perder a un ser querido?
¿Sabías que la madre de Jesús, María, afrontó todos esos problemas a lo largo de su vida? La forma en que se enfrentó a ellos y los superó constituye un excelente ejemplo para todos nosotros.
María es, indudablemente, una de las mujeres más conocidas de la historia. Y eso no es de extrañar, pues Dios le concedió un lugar excepcional en el cumplimiento de su propósito. De hecho. hoy día millones de personas le rinden auténtica devoción. Los católicos la veneramos como Madre y como modelo de fe, esperanza y caridad. Además de su papel de mediadora entre Dios y los hombres.
Una misión excepcional
María era hija de un nazareno llamado Joaquín, descendiente del rey David. La primera ocasión en que se habla de ella en la Biblia fue con motivo de un suceso extraordinario.
Al sexto mes el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una joven virgen que estaba comprometida en matrimonio con un hombre llamado José, de la familia de David. La virgen se llamaba María. Llegó el ángel hasta ella y le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.» María quedó muy conmovida al oír estas palabras, y se preguntaba qué significaría tal saludo. Pero el ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado el favor de Dios. Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, al que pondrás el nombre de Jesús. Será grande y justamente será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de su antepasado David; gobernará por siempre al pueblo de Jacob y su reinado no terminará jamás.» María entonces dijo al ángel: «¿Cómo puede ser eso, si yo soy virgen?» Contestó el ángel: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el niño santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios. También tu parienta Isabel está esperando un hijo en su vejez, y aunque no podía tener familia, se encuentra ya en el sexto mes del embarazo. Para Dios, nada es imposible.» Dijo María: «Yo soy la servidora del Señor, hágase en mí tal como has dicho.» Después la dejó el ángel. (Lucas 1, 26-38).
El evangelista explica que María, totalmente desconcertada, no podía dejar de preguntarse que significaría tal saludo. Entonces, el ángel le anunció que había sido elegida para una misión única y trascendental: concebir, dar a luz y criar al mismísimo Hijo de Dios.
Desde luego, para aquella joven soltera esa era una enorme responsabilidad. ¿Cómo reaccionó? Tal vez se preguntaba quién iba a creer que estaba embarazada por obra del Espíritu Santo, o si perdería el amor de su prometido, José, y tendría que soportar la vergüenza pública. Cabe aclarar que en aquélla época, cuando una mujer quedaba embarazada antes del matrimonio era apedreada hasta la muerte (Deuteronomio 22, 20-24). No obstante, María aceptó la tarea que se le encomendaba sin dudarlo ni un momento.
Sin lugar a dudas, se sometió a la voluntad de Dios porque tenía una fe sólida en que Él cuidaría de ella. De ahí su respuesta al ángel: «Yo soy la servidora del Señor, hágase en mí tal como has dicho.» Como vemos, estimaba tanto aquel privilegio espiritual que estaba dispuesta a hacer frente a cualquier dificultad que se le presentara.
Posteriormente, María le contó a José que estaba encinta y él decidió que lo mejor era romper el compromiso. El Evangelio no indica cuánto duró esta difícil situación, pero debió ser muy dolorosa para ambos. Podemos imaginarnos, entonces, el alivio que sintieron cuando Dios envió un ángel para revelarle a José que el embarazo de María tenía un origen milagroso. Inmediatamente, José la llevó a su casa para casarse con ella.
Dificultades imprevistas
Como toda mujer embarazada, y más siendo primeriza, es muy probable que María se preparara para la llegada del bebé con meses de antelación. Pero sus planes se torcieron, pues cuando faltaba poco para dar a luz, el emperador César Augusto ordenó inesperadamente que todos se inscribieran en un censo en su ciudad natal. De modo que, acompañando a su esposo, María recorrió 150 kilómetros hasta llegar a Belén, montada en un burro. Buscaron un alojamiento en el que ella pudiera dar a luz, pero la ciudad estaba tan llena que lo único disponible era un establo. Desde luego, traer a un hijo al mundo en un lugar como ese tuvo que ser una experiencia difícil y atemorizante para María.
En aquellos momentos tan complicados, María seguramente pidió ayuda a Dios, con plena fe en que Él cuidaría de ella y de su hijo. Poco después del parto llegaron unos pastores para ver al recién nacido, pues unos ángeles les habían revelado que aquel bebé era «un Salvador, que es el Mesías y el Señor» (Lucas 2, 11). Mientras los pastores hablaban «María, por su parte, guardaba todos estos acontecimientos y los volvía a meditar en su interior.» (Lucas 2, 19). De seguro el meditar estos acontecimientos le ayudaron a fortalecerse.
Pobre y emigrante
La vida de María no fue un lecho de rosas. También pasó apuros económicos y hasta tuvo que huir de su tierra natal.
Aunque los cuatro Evangelios no proporcionan muchos datos sobre María y José, si nos permiten deducir que eran una pareja relativamente pobre. El relato indica que, cuarenta días después del parto, fueron al templo para presentar el sacrificio que establecía la ley: «una pareja de tórtolas o dos pichones» (Lucas 2, 24). Legalmente sólo podían presentar esta ofrenda quienes fueran demasiado pobres para ofrecer un carnero joven. Por tanto es muy probable que sus recursos fueron bastante limitados. Así y todo, lograron criar a su familia en un ambiente donde reinaban el cariño y el amor. No cabe duda que su preocupación principal eran los asuntos espirituales.
«Graba en tu corazón los mandamientos que yo te entrego hoy, repíteselos a tus hijos, habla de ellos tanto en casa como cuando estés de viaje, cuando te acuestes y cuando te levantes.» (Deuteronomio 6, 6-7).
Pero la vida de María no tardó en dar un giro repentino, poco después del nacimiento de Jesús, un ángel le dijo a José que huyera con su familia a Egipto (Mateo 2, 13-15). Ya era la segunda vez que María se veía obligada a abandonar su entorno, pero en esta ocasión tendría que mudarse a otro país. Es cierto que tal vez continuaría viviendo entre personas de su misma nacionalidad, pues en Egipto había una gran comunidad judía. Pero cambiar de país es siempre una experiencia compleja que puede provocar mucha ansiedad. Sin duda, cualquiera de los millones de personas que en la actualidad emigran, sea pensando en el bienestar de sus hijos o para huir de algún peligro, comprenden bien la situación de María.
La muerte de un ser querido
¿Y qué fue de José? Tras su participación en el suceso que acabamos de relatar, el padre adoptivo de Jesús no vuelve a aparecer en los Evangelios. Algunos interpretan esto como una señal de que falleció antes de que Jesús comenzara su ministerio. Sea como fuere, lo que parece seguro es que, al momento de la muerte de Jesús, María era viuda. ¿Porqué decimos esto? Porque Cristo, justo antes de morir, confió el cuidado de su madre al apóstol Juan (Juan 19, 26-27). Es muy improbable que lo hubiera hecho si José hubiera estado vivo o si María hubiera tenido más hijos.
¡Qué vida tan intensa la de aquel matrimonio! Hablaron con ángeles, escaparon de un tirano, se mudaron varias veces y criaron al Hijo de Dios. Seguro pasaron muchas noches hablando sobre Jesús, tratando de imaginar qué le depararía el futuro, preguntándose si lo estaban educando de la manera correcta... Pero, desgraciadamente, en algún momento María perdió a su esposo.
En nuestros días, muchos también sufren el dolor de perder a su cónyuge y luchan contra sus sentimientos de vacío y soledad. ¿Qué puede consolarles? Lo mismo que a María: una fe fuerte y la seguridad de que habrá resurrección. De todos modos, sobra decir que, aunque María debió sentirse reconfortada, tuvo que asumir su nueva situación. Al igual que muchas mujeres en la actualidad, tuvo que luchar para criar sola a su hijo.
Parece lógico pensar que, tras la muerte de José, fue Jesús quien asumió la responsabilidad de traer el sustento a la casa. Pero, cuando Jesús cumplió treinta años, dejó su hogar y comenzó su ministerio (Lucas 3, 23). Cuando los hijos crecen, se independizan y siguen su propia vida, los padres suelen experimentar emociones encontradas. Han invertido tanto cariño, tiempo y esfuerzo en ellos, que sienten mucho su ausencia. Están muy orgullosos de sus hijos, pero a veces desearían tenerlos más cerca. Sin duda, entienden bien cómo se sintió María cuando Jesús salió del hogar.
La peor de las pruebas
Pero el momento más doloroso en la vida de María, según el relato bíblico, aún estaba por llegar. Tuvo que ver cómo rechazaban, torturaban y crucificaban a su querido hijo. Se ha dicho que la muerte de un hijo, sea un niño o un adulto, es la peor de las desgracias y la pérdida más devastadora. Tal como se había profetizado muchos años antes, María sintió como si una espada le atravesara el alma (Lucas 2, 34-35).
¿Permitió María que aquella última prueba la hundiera emocionalmente o afectara su relación con Dios? Ni mucho menos. De hecho, la siguiente ocasión en que se habla de ella en la Biblia, María estaba reunida con los discípulos de Jesús. ¿Y qué hacían? Según el relato, «perseveraban juntos en la oración» (Hechos 1, 14).
Como hemos visto, María se destacó como una excelente madre y esposa, y llevó una vida plena e intensa. Superó muchas pruebas y situaciones difíciles, y a lo largo de su fiel servicio a Dios vivió experiencias muy gratificantes.
¿Qué aprendemos nosotros? Todos vamos a pasar por situaciones difíciles en la vida. Lo que es más, la Biblia señala que en cualquier momento puede ocurrirnos un suceso imprevisto que nos ocasione problemas o nos complique la vida.
Si se nos presenta una de estas dificultades inesperadas, ¿qué haremos? En lugar de amargarnos o echar la culpa a Dios, acerquémonos más a Él, como hizo María. Si estudiamos la Palabra de Dios y dedicamos tiempo a meditar, obtendremos fuerzas para superar cualquier adversidad.
«Si te has decidido a servir al Señor, prepárate para la prueba. Conserva recto tu corazón y sé decidido, no te pongas nervioso cuando vengan las dificultades. Apégate al Señor, no te apartes de Él; si actúas así, arribarás a buen puerto al final de tus días. Aceptas todo lo que te pase y sé paciente cuando te halles botado en el suelo. Porque así como el oro se purifica en el fuego, así también los que agradan a Dios pasan por el crisol de la humillación.» (Sirácides 2, 1).
Que Dios te llene de bendiciones.
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