Hemos visto anteriormente que los Sacramentos de la Iglesia Católica son canales a través de los cuales recibimos la salvación de Dios. Uno de estos Sacramentos es el de la Eucaristía, el cual es llamado el Sacramento por Excelencia, porque en el se encuentra Cristo presente quien es fuente de todas las Gracias.
Vimos también que todos los demás Sacramentos tienden o tienen como fin la Eucaristía, ayudando al alma a recibirlo mejor y en la mayoría de las veces tienen lugar dentro de ella.
En esta ocasión profundizaremos un poco más acerca de la Eucaristía, para valorar su importancia en nuestra vida, conocer el sentido de la Celebración Eucarística y poder así participar en ella con mayor provecho.
El pueblo de Israel, cuando tuvo hambre en su peregrinar, Dios le manifestó su amor: Pero Yavé dijo a Moisés: «Ahora les hago llover pan del cielo; salga el pueblo y recoja lo que necesita para cada día» (Éxodo 16, 4). Así fue como el pueblo pudo continuar su marcha hasta la tierra prometida. Los israelitas comieron el maná por espacio de cuarenta años, hasta que llegaron a tierra habitada (Éxodo 16, 35).
A lo largo de su historia, los israelitas recordarán esta intervención salvadora de Dios. El libro de la Sabiduría lo agradece con la siguiente oración: A tu pueblo, sin embargo, le distribuías el alimento de los ángeles; le enviabas desde el cielo incansablemente un pan ya listo, que tenía en sí todos los sabores y se adaptaba al gusto de cada cual. Ese alimento demostraba tu ternura por tus hijos, ya que respondía a los deseos del que lo comía y se transformaba en lo que quería cada uno. (Sabiduría 16, 20-21).
Cuando San Pablo recuerda la historia de Israel, dice que este "alimento espiritual", y todo lo que le sucedió al pueblo aconteció como figura, como un aviso para quienes hemos llegado a la plenitud de los tiempos (cfr 1 Corintion, 10, 11).
Para entender mejor la riqueza de la Eucaristía vamos a extraer de la Sagrada Escritura lo que ahí se nos revela.
Cuando Jesús fue seguido por quienes habían sido testigos de la multiplicación de los panes, Él aprovechó la oportunidad para recomendarles algo superior: «Trabajen, no por el alimento de un día, sino por el alimento que permanece y da vida eterna» (Juan 6, 27). Entonces la gente le pidió una señal para creer: Jesús contestó: «En verdad les digo: No fue Moisés quien les dio el pan del cielo. Es mi Padre el que les da el verdadero pan del cielo. Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre y el que cree en mí nunca tendrá sed.» (Juan 6, 32.35).
Jesús manifestó así que Él era el alimento de quienes quisieran llegar a Dios. Que Dios mismo lo había mandado para alimentarnos con su propia persona. Por eso San Juan dice que cuando esto acontecía «estaba próxima la Pascua, la fiesta de los judíos.» (Juan 6, 4), como prefigurando que Jesús es el nuevo Cordero cuya vida nos dará a nosotros la salvación. Por eso la Eucaristía es la nueva Pascua.
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que le había llegado la hora de salir de este mundo para ir al Padre, como había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el extremo. (Juan 13, 1)
Jesús celebró la Pascua con sus discípulos, que representaban a todos cuantos al paso del tiempo hemos decidido seguirlo. En ellos Jesús nos ofrece su cuerpo en alimento. Por eso el cordero de la Pascua judía, que se comía para celebrar la liberación de Egipto, era también figura de Jesús, que con su sacrificio en la cruz nos dio la liberación definitiva. La Eucaristía es el memorial de ese sacrificio y de la liberación de Dios.
La comunidad cristiana primitiva, reunida como antes lo hacía toda la comunidad de Israel para la Pascua, celebraba la Cena del Señor. En la Escritura, San Pablo nos ofrece el relato más antiguo de esta reunión y del mandato que le dio origen: Yo he recibido del Señor lo que a mi vez les he transmitido. El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan y, después de dar gracias, lo partió diciendo: «Esto es mi cuerpo, que es entregado por ustedes; hagan esto en memoria mía.» De igual manera, tomando la copa, después de haber cenado, dijo: «Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre. Todas las veces que la beban háganlo en memoria mía.» (1 Corintios 11, 23-25).
La Eucaristía es un memorial, esto no significa un mero recuerdo, ni una repetición. Se trata de la actualización en el tiempo de ese único sacrificio de Jesús, que da la salvación a todo aquel que lo recibe. Es una cena que anuncia el banquete del Reino de los Cielos.
Esta es la Cena Eucarística, que desde la comunidad primitiva hasta nuestros días es el verdadero maná que nos permitirá llegar al Reino. Después de Pentecostés, los seguidores de Jesús acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la convivencia, a la fracción del pan y a las oraciones. (Hechos 2, 42). Desde entonces, dice el Concilio Vaticano II, la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual.
Participar del cuerpo de Cristo es una gracia y un compromiso. Dice San Pablo que el que come y bebe indignamente, come y bebe su propia condenación por no reconocer el cuerpo. (1 Corintios 11, 29). Reconocer el Cuerpo significa tener conciencia de lo que implica recibir el Cuerpo de Cristo. Las exigencias para recibirlo son básicamente tres:
- Estar en estado de gracia, es decir sin pecado mortal. En caso de haber pecado mortal debemos acudir primero al Sacramento de la Reconciliación.
- Comulgar con Dios, que significa abrirnos a la gracia que nos fortalece para vivir de acuerdo a su voluntad.
- Comulgar con nuestros hermanos «porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan.» (1 Corintios 10, 17).
Es muy frecuente que la gente diga "voy a oír misa", como si la Eucaristía fuera algo extraño, ajeno, en la que no hay nada que hacer o decir, sólo oír. Desgraciadamente esta visión de muchos cristianos y en ocasiones la actitud de algunos sacerdotes, ha hecho que nuestras Eucaristías no sean esa acción de gracias que su nombre significa. Acción de gracias por el don de la vida divina que hemos recibido en Cristo, por la salvación que nos ofrece por congregarnos en torno a Él. Esto sólo es posible si cada uno participa asidua, plena y activamente. Ese es el compromiso de alguien que ha conocido la salvación de Dios y lo ha experimentado en su propia vida.
Algunos piensan que no es posible participar de esa forma en la Eucaristía, porque es una celebración ritual en la que se repiten fórmulas; piensan que es mejor orar con total espontaneidad. Pero, ¿acaso no hemos dicho a lo largo de nuestra vida miles de veces "muchas gracias"? Esa es una fórmula. Pero lo que cuenta es la manera como la decimos: por obligación o de corazón. Pues de igual manera la Eucaristía, que es la acción de gracias por excelencia, puede celebrarse por obligación o de corazón.
Celebrarla de corazón implica una participación activa. Que estemos atentos a las respuestas, que escuchemos la Palabra, que participemos con gestos y posturas corporales, con el canto y el silencio, que dispongamos nuestro interior para recibir a Jesús y para acoger a nuestros hermanos. No pensemos que lo ritual debe ahogar la espontaneidad. Más bien lo ritual debe ser el marco para que la comunidad, con decoro y orden, pueda expresarse con espontaneidad. Los diferentes momentos de la Eucaristía van pidiendo actitudes, posturas, respuestas. El Espíritu Santo debe ir guiando a la asamblea para que sea una verdadera celebración festiva.
Conclusión
La Eucaristía es el nuevo Maná que fortalece al discípulo de Jesús para que pueda caminar en el seguimiento de su Maestro hasta el encuentro definitivo. Por este Sacramento el discípulo se une en comunión con Dios, se hermana íntimamente con los demás y puede colaborar en la construcción del Reino de Dios.
Que Dios te llene de bendiciones.
Que Dios te llene de bendiciones.
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